martes, 8 de diciembre de 2009

Artículo escrito por Paco Pérez Bryan


Paz, amor y barro

Cerca de 170.000 personas enloquecen en el lodazal del festival de pop más importante y salvaje del Reino Unido
PACO PÉREZ BRYAN. Especial para EL MUNDO

GLASTONBURY (INGLATERRA,2007).- Mientras el mundo gira, Glastonbury es un microcosmos estático en el suroeste de Inglaterra. Desde 1970, cuando llega el solsticio de verano, la vida se para durante tres días y miles de personas -este año 175.000- se reúnen para huir de la cotidianeidad.

Los acoge la familia Eavis, propietaria de esta finca de 900 acres (aproximadamente 365 hectáreas) desde el siglo XIX e inventora de todo este asunto cuando Michael Eavis, en 1970, decidió que quería alternar la agricultura con la música y contrató a T. Rex para que diera un concierto.

Cuentan que cuando Marc Bolan llegó en su caravana púrpura, Eavis quiso darle la bienvenida y se encontró con una frase fulminante: «Quita las manos de mi coche». Desde entonces hasta hoy, ha pasado por este paraje lo más grande de la historia de la música contemporánea. De Peter Gabriel a Coldplay, de Johnny Cash a Oasis o, como este año, de Rufus Wainwright a The Who.

El fin de semana ha repartido a 600 artistas por 80 escenarios rodeados de un aparcamiento para 30.000 coches y un solar poblado por 70.000 tiendas de campaña, cafeterías, cajeros automáticos, botiquines (1.200 incidencias hasta ayer) y todo tipo de locales de comidas. Y lo de la cursiva viene a cuento. La Policía, como novedad este año, lleva unas chaquetas especiales con cámara incorporada para detectar «el mal».

Como suele ser habitual, el viernes -primer día del festival- una tremenda chupa de agua convirtió el valle en un inmenso mousse de barro. El que no lleve el traje de buzo en la mochila está perdido. O quizá dé igual: en Glastonbury todo el mundo quiere ser feliz y no hay obstáculo que lo impida.

El escenario más grande tiene forma de pirámide. Este año estrena un nuevo sistema de sonido revolucionario que es capaz de llegar hasta el último espectador y no salir del recinto a molestar a los sufridos vecinos. ¿Por qué no lo habían inventado antes?

El cacharro permitió que 80.000 personas disfrutaran a media tarde del concierto de Amy Winehouse, una brillante y atractiva mujer que navega por los mundos del soul, el reggae y el ska. Memorables su versiones de Monkey man de Toots & The Maytals y Little rich girl de los Specials. Vestida de color verde y con los ojos pintados como María Callas, dio un repaso a sus dos álbumes editados hasta el momento: Frank (2003) y Back to black (2007).

Por el Other Stage, que así se llama el segundo mayor escenario en capacidad, pasaron a media tarde Super Furry Animals con su rock psicodélico y experimentos electrónicos. Acto seguido, aparecieron The Coral, más de lo mismo, en la receta más demandada: folk-country, rock y más psicodelia setentera.

Son las 20.00, hace cuatro horas que ha dejado de llover y por Glastonbury no se anda, se patina. Si no tienes unas botas wellignton (las katiuskas españolas), eres un hombre charco. Lo cual puede estar bien. Aquí, el público no sólo viene a disfrutar del espectáculo, sino que viene a dar el espectáculo. Entre las chicas que van vestidas con tutús blancos como si acabaran de interpretar Giselle (tendencia de este año), destaca Stella McCartney, que luce sus propias creaciones y una camiseta que ha diseñado en exclusiva para la ONG Oxfam que se vende a 30 libras (45 euros). Claro que el marrón-barro es el color dominante. Y gratis.

Justo entonces aparece Rufus Wainwright y hace que todo el mundo vuelva la mirada hacia el escenario. Desde el minuto uno, cualquiera se da cuenta de que ahí hay una estrella y no un grupito pop de festival veraniego.

Recien llegado de Madrid, Wainwright dio en Glastonbury un ejemplo de cómo todavía hay gente en el mundo que se toma la música como el aire que respira. Su banda de siete músicos es impecable. Tocan y cantan con una versatilidad admirable y aúpan a Rufus, líder de un estilo que mezcla el pop con el cabaré y la pluma con el rock&roll, junto a Antony & the Johnsons.

Hubo momentos de delirio cuando Rufus cantó con su hermana una versión a piano del Alelujah de Leonard Cohen. Después se puso tacones, pendientes, carmín en sus labios y cerró su concierto con una coreografía realizada junto a sus músicos del clásico Get happy. ¡Y tan feliz! Entre el público se vio una bandera española con toro (y no demasiado embarrada) que anima a gritar eso de «viva la madre que te parió».

Pero la bandera que reinaba en Glastonbury era la de Canadá, porque a continuación llegaron Arcade Fire (como Rufus, llegados de Montreal). Y aquello fue la locura... Arcade Fire se ha metido en el corazón de medio mundo con dos álbumes (Funeral, de 2004, y Neon bible, de 2007); el otro medio caerá cuando conozca sus apasionadas actuaciones en vivo con más de 10 músicos tocando instrumentos inusuales en el mundo del pop: violines, violas, violonchelos, pianos, mandolinas, ukeleles, acordeones, xilófonos y hasta reliquias medievales como la zanfona.

Thom Yorke, de Radiohead, entre el público, no daba crédito a lo que estaba viendo: la banda que, ni más ni menos, marcará el camino del pop para los próximos años.

Mientras, en otros escenarios se sucedían Artic Monkeys, Kasabian, The Waterboys, Fatboy Slim y demás restos de arqueología británica. En el lodazal de Glastonbury hay sitio para todos ellos y para muchos más.

Música, paz y barro.

Demasiado sofisticado, demasiado frío

Puede que Glastonbury sea un despiporre, pero eso no significa que cualquier cosa cuele sobre el barro inglés. Que se lo cuenten a Bjork, que cerró la memorable noche del viernes llegada no se sabe si de la fría Islandia, del Tíbet o de Pernambuco.

Banderolas con pajaritos, ranas, peces, salamandras y otros símbolos irreconocibles arropaban a una sección de viento formada por 10 chicas islandesas. Un músico que parecía un cura tocaba una especie de clavicordio y los pesados de los ruiditos electrónicos terminaban de configurar la escena. Por si fuera poco, a apareció invitado el gran Toumani Diabaté. Todo muy elegante pero más apropiado para un teatro que para mantener encendido el fuego de Arcade.

Para entonces, miles de luces iluminaban esta ciudad que desaparecerá hoy. Para muchos, aquí se vive el mejor momento del año, cada año.

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